miércoles, 30 de septiembre de 2015

Editorial



Los males del Camino y la muerte de la peregrina Denise

Por Juan Frisuelos
El asesinato de Denishe Thiem, peregrina estadounidense, que tuvo la desdicha de encontrar en su Camino a un maniático trastornado, no es ni de lejos el peor de los males de la Ruta Jacobea, por más que la reacción histérica de unos cuantos –casi todos compatriotas de la víctima o histriones de este lado del mar- haya querido propagar la idea de que este luctuoso acontecimiento amenaza con convertir la sirga compostelana en un remedo de lo que debieron ser las calles de Chicago –y otras ciudades norteamericanas- en los años veinte del siglo pasado, o de lo que son hoy en día las favelas de Río de Janeiro.
Como no es justo para la Ruta Jacobea, a pesar de cuánto insistan o del circo que pretendan montar –con el levantamiento de monumentos y otras zarandajas en memoria de una persona discreta y recatada- hay que decir que el Camino no es un lugar peligroso, o al menos no mucho más de lo que era hasta ahora. Por supuesto, infinitamente menos de lo que debió ser para los muchos peregrinos que en la Edad Media se lanzaban a recorrerlo hasta Compostela, rodeados de salteadores, timadores, posaderos desaprensivos y todo tipo de alimañas, las peores de todas las que se alzan sobre sus cuartos traseros.
Es preciso recomendar a quienes gritan ahora los peligros para el peregrino, que lean, que lean mucho sobre lo que el Camino fue y ha venido siendo a lo largo de la historia.
Dicho lo anterior, los peores males para el Camino de hoy en día –aunque difícilmente lograrán acabar con él-, siguen siendo los comerciantes ansiosos que desean extraer hasta la última gota de la sangre del peregrino, los caraduras que proliferan detrás de cada recodo –algunos de ellos haciéndose pasar por altruistas benefactores- y los políticos miopes de todos los colores (porque ideologías cada vez tienen menos) que cuanto más hunden sus manos en el Camino, más lo convierten en un lugar inhóspito.
Risa da leer las pretensiones de algunos de que las fuerzas de orden público tejan como una especie de malla en el Camino para impedir que "algunos hombres” molesten a las “peregrinas, preferentemente rubias y americanas”, a las que aguardan ocultos tras los arbustos “para mostrarles los genitales” (son frases textuales leídas a quienes alborotan).
Tales apreciaciones motivan la hilaridad por su simpleza. 
Los trastornados que puedan pulular por la Ruta Jacobea probablemente no las prefieran rubias o americanas, sino desamparadas o frágiles. Y desde luego no es más peligroso el exhibicionista de turno (por cierto, haberlos los hay tras las matas y en las esquinas de Nueva York o Sao Paulo), sino el que blandiendo un objeto punzante o cualquier otro tipo de arma, quiere arrebatar al peregrino sus pertenencia. Y estos abundan más en ciudades como las mencionadas que al borde del Camino.
Y no es menos peligrosa la estulticia o la ligereza como la que demuestran personas a quienes, sin negarles la mejor voluntad, tenemos que recordarles que en este país hay leyes, y que se presume la inocencia (hasta que no se demuestra lo contrario) y no la culpabilidad. O que si tienen pánico, pues lo mejor es abstenerse del peligro, en vez de esperar a que haya un policía detrás de cada árbol.
Igualmente, es preciso hacer hincapié en que, en general, al borde del Camino lo que hay son miles de personas de buena fe que siempre tienen un gesto, una palabra de aliento o un obsequio en forma de información, agua fresca o pieza de fruta, para unos caminantes que no siempre merecen el calificativo de peregrinos y que, en el caso de algunos extranjeros, les ignoran en su afán de devorar millas y galopar sobre el Camino para hacerse con unos pergaminos que mostrarán con arrogancia ante amistades y conocidos de vuelta a sus lugares de origen. 
Viajeros que no cruzan ni una palabra con los lugareños o les ignoran pese a atravesar ante sus casas o propiedades. ¡No saben lo que se pierden!
Esas gentes que ven pasar a los caminantes (muchos de ellos merecedores del título de “turigrinos”) son auténticos monumentos del Camino, referentes de lo que de bueno tiene la sirga y de las virtudes de la especie humana. Y esas gentes representan el 99,99% de los humanos que viven junto al Camino, por lo que no merecen convertirse en sospechosos de abrigar aviesas intenciones, para tranquilidad de quienes parecen no entender la realidad.
En cambio, entre las huestes foráneas que recorren el Camino, cada vez abundan más los casos de quienes se convierten en vividores dispuestos a explotar el Camino y obtener lucro con ello. Bien sea organizando “excursiones” para que los turistas se crean peregrinos, bien sea vendiéndoles toda suerte de “gadgets” o “souvenirs” supuestamente indispensables para convertirse en “peregrinos” y más recientemente ofreciéndose como asesores o “coachers”, que venden aire a precios abultados y que en vez de restituir al Camino parte de lo que recibieron de él, se aprovechan a modo del mismísimo sendero.
Pero es que hay más. Reconocido como Patrimonio de la Humanidad y merecedor de otras distinciones, el Camino de Santiago sufre con demasiada frecuencia agresiones que distorsionan uno de sus mayores méritos: haberse preservado en su esencia y trazado durante siglos, mucho mejor que otros legados del hombre a las generaciones venideras. Por eso cobra importancia capital empeñarse en defenderlo. Y junto con él, los valores que entraña: solidaridad, generosidad, esfuerzo. Y por supuesto la hospitalidad, que es uno de los que mejor distingue a la Ruta Jacobea de otros caminos de peregrinación. 

Juan Frisuelos es Editor de Correo del Camino y miembro de la Fraternidad Internacional del Camino de Santiago (FICS).

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